viernes, 7 de junio de 2013

Treinta y ocho.

A veces me cambian las palabras. Me descolocan las letras. Y aún así esperan que yo siga escribiendo. Que no frene. Ahora hasta dudo el haber pisado el acelerador en algún momento. Me siento culpable. Por haber seguido por encima de mis límites. Y es que no creo que pueda seguir adelante. Quiero decir, que mis palabras tachadas son ahora más que las leidas. Nada me sale bien, y tacho. Y borro. Y rompo. Y quemo. Mis palabras, las letras que supuestamente llegarán a algún sitio. Supuestamente. Porque me cuesta creer que saldrán de este cuaderno. Y a veces, siento frio cuando estoy al lado del fuego, y siento que me quemo cuando agarro la nieve. Y será por eso. Porque mis palabras se quedan en mi cuaderno, en mi mente. Y siempre rondan por aquí, y hielan, y arden. Parece que no me deshago de ellas. ¿Dónde se supone que empezó todo esto? Creo que ni mi bolígrafo lo sabe. Y mira que guarda historias, eh. Pero no. ¿Tuvo un comienzo? Y lo que es peor, ¿tendrá un final?
No, no, no. Peor aún, ¿alguna vez existió? Quiero decir, todas estas palabras. Quizás sean una manera de sacar fuera lo que dentro no aguanta encerrado. Y quizás esto sea un papel en blanco para tí, y para mí no deja de ser un cúmulo de símbolos que en teoría me sacan adelante. En teoría.
Y unas veces quiero gritar. Y otras veces quiero callar. Pero entre grito y silencio, siempre saco mi cuaderno y mi bolígrafo. Porque, ¿y si no escribiera? ¿Qué sería de mí?