viernes, 22 de noviembre de 2013

Cincuenta y uno.

Como cuando se acaba el amor; se funde y lo guardas en una caja de cristal. Contando las notas tocadas por las teclas del piano, que te recuerdan a ella. Mirarla a los ojos y contarla las pecas alrededor de su nariz. Agarrarla de la mano y sentir las cicatrices en sus nudillos. Que a veces fuiste demasiado previsor y te llevaste las ganas al otro lado del mundo. Si fuiste tú quién le daba pequeñas cerezas bañadas en "por qués" que la hacían dudar hasta perder la cabeza. Porque no eras más valiente por dejarte llevar. Y siempre el valor, fue el considerar que hay algo más fuerte que el miedo. Y tú estabas aterrado hasta las entrañas. Que cuando la tapabas los ojos y ella sonreía, tus manos temblaban y no precisamente por el frío. Y que cuando su frente empujaba a la tuya, tus rodillas se doblaban y parecías derretirte a sus pies. Que siempre dijiste que eras valiente, y lo repetías cada día. Pero mírate, que llegó ella y dejaste de considerar que no hay nada más fuerte que el miedo. Claro que tiemblas. Y a juzgar por esas rodillas que se doblan nada más verla, juraría que es por miedo a perderla. Miedo a que se quede en nada, lo que debería ser todo.